sábado, 11 de abril de 2020

Fórmula 1


         Acabamos de enterrar a papá. Ha sido una ceremonia conmovedora. Bajo un cielo gris, el presidente del Comité de Autos de la Línea Cinco dedicó sentidas palabras para el último chófer que manejaba a pesar de tener un alto nivel de miopía, incidía en pasarse la luz roja diariamente y recibir papeletas por estacionarse en zonas prohibidas. Además, acostumbraba escuchar con quietud los insultos de los transeúntes por sus maniobras incomprendidas. Mi padre siempre mostraba una sonrisa cariada para tales circunstancias.

         Mi abuelo me repetía, cuando iba a visitarlo al taller, que fue él quien acabó con la flota de autos de la cual era dueño. En realidad, fueron tres autos los que chocó y fueron tres los accidentes que, por intervenciones de la Virgen del Carmen —mi abuela levantaba las dos manos al firmamento cuando lo recordaba— se había salvado de milagro. Eran automóviles elegantes, largos y de carrocería de fierro. Los tres eran Ford de los años setenta y era común verlos en las series norteamericanas sobre gánsters que trasmitía el canal cinco. Uno era de color rojo, el otro azul y el último amarillo con dos rayas negras al medio. Mi abuelo todavía posee una foto de los autos estacionados a las afueras de su taller. Ahí aparece mi padre, mi tíos, Pedro y Manuel, y, detrás de ellos, los mecánicos que trabajaban en el taller.

         Descubrí el aprecio que tenía mi padre por los autos cuando tenía tan solo siete años. Primero instaló estantes en mi habitación para colocar su colección de automóviles en miniatura. Luego se empeñó, todas las noches, antes de acostarme, en relatarme sobre los perfeccionamientos mecánicos de los autos de carrera en cada etapa de la historia. Los domingos, en cambio, me despertaba, muy temprano, para espectar la Fórmula 1 que transmitía el canal cuatro a las seis de la mañana. Era lo único que compartíamos juntos. Confieso que con mis siete años no comprendía las explicaciones que daba mi padre cuando señalaba efusivamente la pantalla del televisor. Yo solo veía automóviles muy pequeños, de diferentes colores, que daban vueltas y vueltas sobre una pista circular. Siempre, a los minutos, me quedaba dormido sobre su regazo. Él respetaba mis sueños alisándome los cabellos. Solo me levantaba para ver la última vuelta de la carrera y sus manos al cielo en señal de alegría.

         Mi padre nunca pudo inculcarme el amor por los autos, así como tampoco pudo nunca concretizar su sueño de competir en alguna carrera de autos de la ciudad. Solo asumió la gloría de manejar la combi vieja que compró mi abuelo para que trabaje y pueda mantenernos. Recuerdo que se levantaba muy temprano para enfrentar las pistas resquebrajadas de la ciudad. Mi padre nunca se quejó por las diez horas que estaba sentado en la combi mientras el sol le otorgaba una nueva piel. Tampoco del dinero que no tenía para el petróleo, por las mañanas, o para el policía de tránsito que había descubierto que su brevete había caducado hace cinco años.

         Yo había fijado en mis pensamientos la idea de que mi padre era invencible e indestructible. Me convencí que su pasatiempo fuese destartalar combis alquiladas, chocar hasta tres autos en una intersección, reírse de sus accidentes en el hospital o pedirme dinero porque no tenía para el combustible.  

         Coloqué esa tarde los dos primeros autos en miniatura que me regaló cuando cumplí siete años dentro de su ataúd. Llevé mis manos a los bolsillos y decidí que me compraría un Ford amarillo metálico con rayas negras del año setenta y siete.       


 Josué Barrón (PUCP). Escritor, educador y comunicador cultural. Es colaborador de varios medios informativos locales e internacionales. Ha sido ganador del Premio de Literatura del gobierno regional de Lima, mención cuento (2014), y Premio Centenario PUCP, mención poesía (2017). 

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