En la mañana, he aprendido a lavarme las manos con
conciencia mientras pienso en los cuerpos que se incendian en las calles de
Guayaquil. Desinfectarme con alcohol, cada dos horas, mientras recuerdo a los mendigos
del centro de Lima acogidos en una carpa provisional en la plaza de Acho. En la
noche, antes de acostarme, me baño y, mientras me enjabono, se me vienen a la
memoria las tumbas construidas a las afueras de la ciudad de New York que
albergaran a los miles de muertos por causa del COVID-19.
Hace veintiséis días, exactamente, quedé hacinado en
una ciudad fantasma sin libros, sin laptop y sin poder conciliar el sueño
durante días. La radio, por la mañana, y la televisión, por las noches, insisten
en que las medidas tomadas por el gobierno central se volverán rígidas si el
porcentaje de contagiados aumenta con rapidez. Las mascarillas y los guantes
han empezado a escasear en las farmacias y en los hospitales. Los muertos se
incrementan en los países europeos. En el Perú, al virus, en cambio, se le
considera ajeno a nuestra realidad tercermundista. Tampoco que será la principal causa de nuestra decadencia económica. Los días
pasan y las teorías de conspiración se reproducen y empiezan a circular, con
más frecuencia, en las redes sociales y en los mensajes privados. Hace algunos
días, una niña de diez años ha predicho el fin del mundo en una radio local. La
noticia se ha propagado en todo el país por los medios de comunicación y “los
poderosos memes”. En mi ciudad, un conjunto de pobladores se ha opuesto a la
designación que el estadio se convierta en el centro regional de infectados por
el COVID-19. Disturbios y balas al aire es lo que ha dejado el descontento. Por
otro lado, mi libreta de anotaciones está casi llena –desespera saber que no encontraré una similar en la ciudad- de cifras y reflexiones
sobre el COVID-19, esbozos de mapas donde señalo la gravedad de los contagios en el mundo y
citas filosóficas y políticas de mis lecturas fragmentadas. Sobre mi mesa de
noche descansa Conversación en la
catedral de Mario Vargas Llosa: una lectura pendiente.
En una de las páginas de mi libreta leo una nota sobre
dos libros para su urgente lectura: A
Singular Man de James Patrick Donleavy y El nomadismo o la transfiguración de lo político de Michell
Naffesolli. [Fechados en el mes de octubre del año pasado] Páginas más adelante
aparece el nombre de Mijaíl Bulgákov, la teoría Gaia de James Lovelock y la
afirmación: “…la globalización dará, como consecuencia, el nacimiento de un nuevo
comunismo”. [Žižek]. [Fechados en el mes de diciembre del año pasado]. Peter
Sloterdijik, en cambio, [pregona y reivindica que la filosofía es “dañar la
estupidez”] afirma que no necesitamos un comunismo sino un “coinmunismo” que
significa vacunarnos contra la posverdad imperante en nuestra época posmoderna.
Debajo de la cita comento: el virus necesita de una célula viva para
reproducirse, de igual manera, el capitalismo que no fenecerá, como algunos
teóricos afirman, sino se adaptará a una nueva biopolítica que está dando
importancia a la necropolítica (Achile Mbembe) –una fusión intelectual jurídica
y biológica (darwiniana) que oficializa el derecho a elegir a quien matar, pero,
todo ello, descansando en una estructura económica de privilegio y estabilidad.
Sé que cuando todo acabe, la gente se va a preguntar
si la forma en que vivía era la correcta. Si éramos personajes de una historia
distópica de Philip K. Dick o si, por fin, aceptaremos nuestra animalidad y
nuestra fragilidad. El virus no discrimina, afirma, Butler, pero aporta a entender
un cuerpo como un templo de vidrios que debemos cuidar. Las ideas de Byung
Chul-Han –para extender la discusión filosófica- sobre el individualismo y las
micropolíticas se enfocan en afirmar que se van a imponer como una estrategia a
causa del desamparo del gobierno y la construcción del otro que no es “el
enemigo conocido” sino el “ente letal desconocido”. Esta concepción, que se va
a ir formando en las personas, va a construir un sinfín de posibilidades
interpretativas que no poseía la tecnología y la biología como soporte en su reflexión
científica. Otro tema que debemos reflexionar es sobre la posición discursiva de
afrontar y escribir sobre el problema. En la actualidad se ha formado dos icebergs
bien demarcados: la posición que desestima o niega la gravedad de fenómeno –los
gobiernos de Brasil y Estados Unidos- y la del discurso dominante ortodoxo provenientes
de Asia. Este último utiliza el miedo, la seguridad y la tecnología como forma
de imponerse en los otros discursos para vendernos el modelo de subsistencia:
su sistema policial, el modo del tratamiento del COVID-19, las redes 5G, la
confiabilidad de la inteligencia artificial, la computación y los ordenadores,
la recompensa social según el respeto de las normas y el comportamiento frente
a la seguridad y salubridad. Pero, ¿a quién compraremos este sistema
sofisticado? China posee la industria farmoquímica,
automotriz, aeronáutica, electrónica y de telecomunicaciones como principales
ejes de poder para imponerse, después de este encierro, al mercado liderado hasta
hace pocos meses por Europa y Estados Unidos. ¿Tendremos dudas sobre lo que
afirmo? De esta manera daremos inicio a “la época de soberanía” –termino de Byung
Chul-Han- y la muerte de lo que entendíamos sobre globalización –afirmación de Žižek.
[Enunciados y propuestas filosóficas opuesta, pero que nos sirven para afirmar
una nueva posibilidad de cambio individual, político, económico y social].
Pandemia de Slavoj Žižek plantea que el COVID-19 será la
principal causa del final de la globalización. Sopa de Wuhan, conjunto de ensayos interdisciplinarios sobre el
tema, nos otorga una mirada diferente al tratamiento del tema: unos
esperanzadores, otros aterradores y unos, finalmente, de caducidad de un tiempo
histórico. Se me hace complicado leer en el ordenador, pero por necesidad he
empezado a habituarme. [He dejado los subrayados y las notas en los márgenes de
las páginas para escribir en mi libreta las citas importantes que leo. Trabajo duro que, con el pasar de los días, me he ido acostumbrando].
Mi horario impuesto es leer por las mañanas, por la tarde escribir y por las
noches corregir hasta estar quedarme dormido. He decidido, también, a no leer comentarios
de los muros de Facebook de “los
especialistas” o ver videos virales compartidos por mi WhatsApp. Mis búsquedas en
Google solo son mapas estadísticos sobre
la pandemia en el mundo, en el Perú y en el lugar donde resido. Y, en definitiva,
después de analizar las abrumadoras proyecciones del Ministerio de
salud, he decidido no volveré a Lima este año. El caos, los más de tres mil
infestados, la indisciplina y los problemas de asistencia en salud me han
inclinado a la idea que lo mejor es quedarme en este pueblo fantasma. Tengo el suficiente
tiempo para escribir, un sol primaveral, alimentos a bajo precio, los puestos
de abastecimientos están cerca a mi casa, por ello, no necesito exponerme al
contagio latente que existe en la capital. La gente de aquí no tiene la
necesidad de salir: lo poco es suficiente y les basta. La pobreza los ha
acostumbrado a este devenir. No hay señales de alarma, sus rostros siguen
siendo tristes y su razonamiento sobre la pandemia es generalmente que es una
enfermedad de la capital. Acá no existe ese concepto de “violencia
hospitalaria” que plantea Jacques Derrida: “…dejarse violentar es ser extraído del
lugar natural, removido por la otredad”. Un síntoma -parafraseando a Žižek- que
experimenté cuando me establecí en Lima, viví en Iquique, Madrid o Sevilla. La
idea de “extranjero” se puntualiza, para la comunidad, en el aporte que puedes
otorgarles y no es “el enemigo” terrateniente velasquista. Ellos no poseen, por lo
descrito, el racismo de Trump de señalar a China de sus errores, ni la posición
de Boris Johnnson que piensa que los británicos pueden solucionar el problema
por la vía del darwinismo social y provocar una inmunidad colectiva eugenésica.
Ni mucho menos la de los alemanes creyentes que su sistema sanitario es
superior al italiano y que, por lo tanto, pueden dar mejor respuesta al
problema global. ¡Nadie ha visto el documental The devit and Daniel Johnston!, y, por ello, no están inmersos en la
profunda tristeza universal ni al borde de la depresión. Los pobladores siempre
empezaron sus actividades cuando salía el sol y acababan cuando este se
ocultaba. No tiene la necesidad de acostarse viendo una película de Netflix, ni de escribir, todos los días, un
mensaje esperanzador en su muro de Facebook. Su devenir –como los monjes que viven en el
Himalaya- es simple porque así son felices. Un modo de vivir que hemos
olvidados “los urbanos”, pero conviviendo con ellos, en esta ciudad fantasma,
aprendo a redefinir mi felicidad, mi soledad y mi humanidad porque en esta
pandemia también, como ellos, estoy desarmado, pero he buscado la manera de
sobrevivir con lo poco que tengo.
Josué Barrón (PUCP). Escritor, educador y comunicador cultural. Es
colaborador de varios medios informativos locales e internacionales. Su interés
académico es la crítica cultural y la creación literaria. Ha sido ganador del
Premio de Literatura del gobierno regional de Lima, mención cuento (2014), y
Premio Centenario PUCP, mención poesía (2017).

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