Acabamos de enterrar a papá. Ha sido
una ceremonia conmovedora. Bajo un cielo gris, el presidente del Comité de Autos
de la Línea Cinco dedicó sentidas palabras para el último chófer que manejaba a
pesar de tener un alto nivel de miopía, incidía en pasarse la luz roja diariamente
y recibir papeletas por estacionarse en zonas prohibidas. Además, acostumbraba
escuchar con quietud los insultos de los transeúntes por sus maniobras
incomprendidas. Mi padre siempre mostraba una sonrisa cariada para tales
circunstancias.
Mi abuelo me repetía, cuando
iba a visitarlo al taller, que fue él quien acabó con la flota de autos de la cual era
dueño. En realidad, fueron tres autos los que chocó y fueron tres los
accidentes que, por intervenciones de la Virgen del Carmen —mi abuela levantaba
las dos manos al firmamento cuando lo recordaba— se había salvado de milagro. Eran
automóviles elegantes, largos y de carrocería de fierro. Los tres eran Ford de los años setenta y era común
verlos en las series norteamericanas sobre gánsters
que trasmitía el canal cinco. Uno era de color rojo, el otro azul y el último
amarillo con dos rayas negras al medio. Mi abuelo todavía posee una foto de los
autos estacionados a las afueras de su taller. Ahí aparece mi padre, mi tíos, Pedro y Manuel, y, detrás de ellos, los mecánicos que trabajaban en el
taller.
Descubrí el aprecio que tenía mi padre
por los autos cuando tenía tan solo siete años. Primero instaló estantes en mi
habitación para colocar su colección de automóviles en miniatura. Luego se
empeñó, todas las noches, antes de acostarme, en relatarme sobre los
perfeccionamientos mecánicos de los autos de carrera en cada etapa de la
historia. Los domingos, en cambio, me despertaba, muy temprano, para espectar
la Fórmula 1 que transmitía el canal cuatro a las seis de la mañana. Era lo
único que compartíamos juntos. Confieso que con mis siete años no comprendía
las explicaciones que daba mi padre cuando señalaba efusivamente la pantalla
del televisor. Yo solo veía automóviles muy pequeños, de diferentes colores,
que daban vueltas y vueltas sobre una pista circular. Siempre, a los minutos,
me quedaba dormido sobre su regazo. Él respetaba mis sueños alisándome los
cabellos. Solo me levantaba para ver la última vuelta de la carrera y sus manos
al cielo en señal de alegría.
Mi padre nunca pudo inculcarme el amor
por los autos, así como tampoco pudo nunca concretizar su sueño de competir en
alguna carrera de autos de la ciudad. Solo asumió la gloría de manejar la combi
vieja que compró mi abuelo para que trabaje y pueda mantenernos. Recuerdo que
se levantaba muy temprano para enfrentar las pistas resquebrajadas de la
ciudad. Mi padre nunca se quejó por las diez horas que estaba sentado en la
combi mientras el sol le otorgaba una nueva piel. Tampoco del dinero que no
tenía para el petróleo, por las mañanas, o para el policía de tránsito que
había descubierto que su brevete había caducado hace cinco años.
Yo había fijado en mis pensamientos la idea de que mi padre
era invencible e indestructible. Me convencí que su pasatiempo fuese destartalar
combis alquiladas, chocar hasta tres autos en una intersección, reírse de sus
accidentes en el hospital o pedirme dinero porque no tenía para el combustible.
Coloqué esa tarde los dos primeros
autos en miniatura que me regaló cuando cumplí siete años dentro de su ataúd.
Llevé mis manos a los bolsillos y decidí que me compraría un Ford amarillo metálico con rayas negras
del año setenta y siete.
Josué Barrón (PUCP). Escritor, educador y comunicador cultural. Es colaborador de varios medios informativos locales e internacionales. Ha sido ganador del Premio de Literatura del gobierno regional de Lima, mención cuento (2014), y Premio Centenario PUCP, mención poesía (2017).

Una despedida real, sin idealizar. Me gustó
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