miércoles, 15 de abril de 2020

La confesión


A través de los barrotes de la celda, Inocencio Caparachín, contempla cómo el sol se une con ese cielo metálico de la ciudad lejana. Así cuando el círculo rojo fenece en el horizonte y pone fin al festín de los colores, se dirige a su cama para continuar con el único acto decente que se había enfocado en los últimos años: leer todos los libros de la pequeña biblioteca del presidio. Su compañero, en cambio, duerme, plácidamente, la mayor parte del día. El acto de evasión le otorga el silencio suficiente para leer y recordar con nostalgia los pocos buenos momentos vividos. Valeriano Fiesta no comprende cómo puede disfrutar su estancia en un lugar en el cual los presidiarios maquinan un sinnúmero de estrategias para fugar. 
    
—Todos quieren salir de esta pocilga menos tú —le repetía Valeriano Fiesta mientras releía los recortes de periódicos que daban noticias de sus asesinatos.
—La vida te enseña a apreciar el lugar deparado —respondía cuando escuchaba su repetitivo reclamo.

Caminaba lento por los pasillos como si se arrepintiese de dar un nuevo paso. El mismo transito: de su celda al comedor, del comedor a su celda. Libro en mano y la punta afilada de un lápiz sobresalía de su bolsillo derecho trasero. Trataba de no conversar con nadie. Todos lo mirábamos cuando llegaba. Luego bajábamos la cabeza para seguir comiendo y así aseverar su insignificancia. Algunos domingos salía al patio, otros no. Las veces que lo hacía era para escribir en la pizarra sus divagaciones sobre el ser según Heidegger, Schopenhauer y Sartre. Graficaba mapas mentales, se recriminaba, golpeaba con un puño seco la madera, levantaba sus dos manos al cielo, borraba lo que había escrito inicialmente para que, finalmente, transcribiera la misma frase: “La vida humana, como toda mercancía mala, está revestida por su lado exterior de un falso brillo; siempre se oculta lo que se sufre, y, sin embargo, cada uno de nosotros hace ostentación del fasto y el esplendor que ha podido acumular, y cuanta menos satisfacción interior siente, más desea aparecer a la opinión de los demás como una persona feliz”. Debajo escribía la cita: Arthur Schopenhauer, El mundo como voluntad y representación, página 59; como si nos invitara a recorrer su inútil camino. La lluvia, a los días, borraba la arcilla blanca. De esta manera el tiempo cíclico se iniciaba.

La condena era de treinta años de pena privativa de la libertad por las acusaciones del fiscal que concluyó que el asesinato había sido premeditado. La policía de investigación halló rastros de sangre que provenían desde la sala hasta la cocina donde se consumó el crimen. La ha golpeado hasta dejarla inconsciente para luego destrozarle el cráneo con una piedra. Los vecinos afirmaron que la mujer era violenta y déspota, en cambio, el principal sindicado no. El señor no hablaba con nadie en el vecindario. Las pocas veces que lo vimos entrar a su casa siempre llevaba una bolsa de plástico amarilla. Solo se le escuchaba sus gritos de regañamientos hacia él, no sé cómo la soportaba. Inocencio Caparachín llevaba una vida denigrante. Todos los sabíamos, inclusive el juez que afirmaban que era su amigo. Él mismo manifestó, un día antes que leyera la sentencia, tiempo después, que tenía la intención de ayudarlo, pero ante su confesión solo le quedó la elección de ejecutar la ley. Desestimó la estrategia del abogado que era deslizar la idea que tenía problemas psiquiátricos. Era la única posibilidad para salir absuelto, pero desistió. El justo vivirá por su fe.

La mala reputación que tenía la mujer y su constante comportamiento contra él —los testigos la calificaron de “violenta” ante el magistrado—fue otra de las razones que trabajó la defensa en busca de una sentencia benigna, pero de nada sirvió. Inocencio Caparachín confesó su crimen frente al juez, el fiscal, el abogado y los vecinos que concurrieron al juicio. Nadie se podría imaginar que “el hombrecito” le había partido el cráneo a su mujer. Tenía una conducta intachable a diferencia de ella. No entiendo por qué la mato. Simplemente se cansó de las constantes amenazas de Doña Clotilde. No pudo haberla matado y arrastrado su cuerpo hasta la cocina: su mujer era gorda y medía como un metro ochenta. El odio no profesado es fermento para la venganza.

¿Dónde estuvo la noche del crimen? Llegó, aproximadamente a las siete, al bar donde nos reunimos algunos trabajadores del vecindario. Solo dos mesas estaban ocupadas. La barra estaba vacía cuando llegó. La noche recién empezaba. Recuerde que al día siguiente era un día laborable. De lunes a viernes solo laboramos hasta las doce de la noche. Se sentó solo y pidió una cerveza, luego llegó Miguel y Mayvor, y se sentaron con él. Conversamos sobre las novelas policiales, Dashiell Hammett y la poca influencia que había tenido en Sudamérica. Un tema repetitivo que nadie le daba importancia y que insistía en discutirlo. Recuerdo que recitó esos poemas trillados de Bullita y Vicente Azar, se los sabía de memoria. No pagó la cerveza que pidió.

Cuando llegué a la escena del crimen y confirmé el cuerpo de mi esposa, escuché, desde el comedor, la conversación de los policías encargados del homicidio y el fiscal:

—¿Y el esposo? —preguntó el policía. ¿No crees que la haya asesinado?
—No lo creo, es un incapaz. Todos los testimonios recogidos avalan su carácter pasivo. Además, estuvo bebiendo en un bar cercano a la misma hora que la mataron.
—De todos modos, hay que investigarlo. Vuelve a repetirle las preguntas iniciales. ¡Instígalo!, exígele que relate su testimonio una y otra vez. Pregúntale si su esposa era amenazada constantemente por una persona que conocía.
—Lo sé, pero cómo puedo seguir investigando a un sujeto que los testigos afirman que estuvo en el bar hasta que cerró. No cree que mejor es plantear otra hipótesis.

Inocencio Caparachín acomodó su corbata, cerró su libro de tapa gruesa, se paró de la silla y se dirigió a la sala.

—¡Deprime escuchar sus hipótesis!¡Es difícil ser minucioso para recoger evidencias que están frente a sus ojos!¡Es necesario iluminar una pieza del rompecabezas para que ustedes puedan completar el tablero! ¡Por favor, quiero dejar de sentir fascinación al escucharlos! ¡Acaso tengo que confesar para que todo termine!, ¡estúpidos!

Al día siguiente, un periódico amarillista publicaba en su portada:

¡Marido confiesa su horrendo crimen!

La audiencia para juzgarlo se designó para dentro de dos semanas.

—Usted se declara culpable del cargo de matar a su esposa en forma premeditada, preguntó sin titubear el fiscal.
—Me declaro culpable.
—Usted, ¿lo realizó solo o fue ayudado por otra persona?
—Lo efectué solo y en forma premeditada.
—Está seguro lo que está afirmando porque en la escena del crimen se han encontrado evidencias que posiblemente fueron dos personas las que realizaron el asesinato.
—Repito, yo solo lo cometí.
—Desde hace cuánto tiempo premeditó el asesinato.
—Desde hace diez años. El rencor es un abismo sin fondo o un ardiente páramo sin fronteras.  

Inmediatamente después de la confesión, Inocencio Caparachín no pronunció ningún argumento a favor de su defensa. Todos los asistentes lo miraban perplejos, no podían creer cada palabra que escucharon. ¿Cómo pudo matar a su mujer? Empezó a dibujarse una incipiente sonrisa en su añejo rostro. Un orgullo extraño y desbordante, al descubrir que era el centro de atención, se apoderó de su ser. Nunca sintió en su vida satisfacción más lujuriosa. Ni cuando hablaba sobre la novela policial norteamericana ni cuando discutía sobre la teoría del lenguaje de Ludwig Wittgenstein. Tampoco cuando trataba de explicar su teoría sobre la clasificación de psicópatas partiendo de la idea de su accionar y no de sus problemas psicológicos-culturales-neurológicos. Todos podían avalar la buena conducta de ese hombre, pero pocos podían aguantar escuchar sus elucubraciones. Los únicos que lo soportaban eran esos dos que siempre lo esperaban con bolsas amarillas llenas de libros y cervezas sobre la mesa. La gente lo trataba igual como lo hacía su mujer, no sé de qué se quejan. ¡He ocupado el lugar que siempre merecí!, afirmó. Cuando las cámaras dejaron de fotografiar y los testigos bajaron la cabeza, entendió que la realidad no era aquella historia compartida sino aquellos límites que creemos existente.

Al principio del proceso, el fiscal se resistía en dar crédito a la confesión —acto extraño en su vida profesional— pero al descubrirse, al pasar de los días, que Inocencio Caparachín se desapareció del bar desde las nueve hasta las diez de la noche, y en ese lapso nadie pudo asegurar su presencia, el magistrado aceptó la confesión inicial. Pensé que estaba en la barra bebiendo solo, como era su costumbre, o buscando la conversación con alguien para explicarle sus ideas disparatadas. Se paró y no lo volví a ver. En ese lapso de tiempo que usted señala, no estuvo en el bar. ¡El desgraciado la mató! ¡Nos quiso engañar! ¡Él es el maldito asesino de su esposa! Los testimonios se volvieron cada vez más incriminatorios. El juez antes de dictar sentencia afirmó: “En el lapso de tiempo de nueve a diez de la noche, el señor Inocencio Caparachín se trasladó a su casa, encontró a su esposa en la sala, discutieron y la golpeó salvajemente. Luego, jaló su cuerpo inconsciente hasta la cocina y ahí le destrozó el cráneo con una piedra produciendo su deceso inmediato. Si bien no es una situación verificada exhaustivamente por nuestros peritos, es la única posibilidad que respalde su confesión”.

Inocencio Caparachín dejó el libro sobre la mesa de noche, se levantó y se dirigió a la ventana. Deseaba contemplar aquel cielo azulado y gris que sería vencido por la noche. Con el tiempo los reos descubrimos que ese cielo postrado en nuestra ventana no es el mismo para cada uno de nosotros. Todos tenemos nuestro propio cielo. Seguramente, deseaba su libertad como cada uno de nosotros, pero para qué desear la idea de libertad si en su infancia le había sido negada y en su adultez había sido un pobre infeliz. La vida me indujo a amar la soledad y descubrirla en esta habitación.

Su actitud ermitaña produjo un sinnúmero de historias que se fueron tejiendo a su alrededor. Ves a ese tipo, cometió el crimen perfecto. La policía nunca pudo inculparlo. Hemos llegado a la conclusión de afirmar que está protegiendo a alguien. Ese hombre ha leído todos los libros que se han escrito en el planeta. Fue profesor de Filosofía en una universidad de la capital. Su palabra en el tribunal es el único testimonio de esa noche macabra. Después de su última audiencia decidió nunca hablar sobre el asesinato. Muchos periodistas le ofrecieron dinero para que cuente su historia. No me puedo quejar de la vida que me ha tocado vivir, exclamó para sí mientras contemplaba las tinieblas que reinaban en el unísono, ni lamentarme de haber confesado que la asesiné. Lo único que me voy a preguntar siempre, cuando terminé de leer un libro policial, es quién pudo haberla matado en favor de mi felicidad y mi libertad.


Josué Barrón (PUCP). Escritor, educador y comunicador cultural. Es colaborador de varios medios informativos locales e internacionales. Su interés académico es la crítica cultural y la creación literaria. Ha sido ganador del Premio de Literatura del gobierno regional de Lima, mención cuento (2014), y Premio Centenario PUCP, mención poesía (2017).

1 comentario:

  1. "El rencor es un abismo sin fondo o un ardiente páramo sin fronteras" me gusta esta frase. Gracias por lo escrito.

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