‹‹—Tú, sí; yo no.
—Oye, Ana: ¿no comprendes que no podemos continuar así?
—Tú, sí; yo, no —repitió ella››.
TOLSTOI
La pálida mujer, recostada débilmente y cubierta con cubrecamas claras, miraba con los garzos ojos tristes el atardecer sanguinolento entre edificios, árboles y las construcciones de la planta baja del hospital Edgardo Rebagliati Martins. Parecía pensativa, pero no preocupada, como si su mente buscara respuestas en la silueta deforme y agresiva del tenue horizonte urbano. Fruncía el ceño de su rostro alabastrado, sin embargo, con resignación, como si ya nada le alegrase, le exaltase, o le gustase.
Desde la tarde de ayer, cuando le dieron el diagnóstico de la segunda prueba médica (en total eran tres), sufría un terrible pesar y un cruel sinsabor que lo expresaba con una melancolía en su rostro y, durante las horas siguientes, con llantos a escondidas de los familiares. En general, solo la visitaban su hermana mayor, una madre soltera desde los veintidós años, junto con su sobrino, un adolescente de dieciocho años, y su madre, una ancianita de setenta años.
El único hijo de ella, que estudiaba la escuela y vivía con una sirvienta junto con su abuelita, y su esposo, un ingeniero que llegaría de urgencia desde Arequipa, todavía no la habían podido acompañar durante aquellas casi dos desesperantes semanas. Lo curioso fue que ella cayó enferma justo cuando su marido culminaba su asueto mensual de una semana. Él la llevó al hospital, la acompañó el primer día de hospitalización, y ella la obligó a cumplir sus deberes. Sin embargo, la noche anterior le contó la verdad sobre los diagnósticos y él aquella tarde le confirmó que llegaría al amanecer del día siguiente.
Por su parte, su madre venía a partir del mediodía, casi a la hora exacta, y se quedaba hasta la hora final de visita. En cambio, su hermana mayor y su sobrino llegaban a eso de las tres o tres y media de la tarde, cuando podían, y regresaban, a veces, aproximadamente a las seis o seis y media, o tal vez junto con la abuelita, la ‹‹tierna mamita››.
Aquella tarde, la habían pasado juntos los cuatro. Sin embargo, al atardecer, de pronto la abuelita tuvo apetito y el muchacho tuvo que consentirle con acompañarle a la panadería para comprar panecillos y de paso traerle algún pastelillo a la ‹‹engreída››, como la llamaban cariñosamente. La hermana entonces recibió la llamada telefónica de su jefa. Tuvo que salir del cuarto. Al volver, ella observó la humedad vidriosa de su mirada y el tono azulino de sus escleróticas clavadas en el ventanal.
—Deberías mantener la calma, Viera. Me preocupa que estés así. Falta el último análisis y todavía nada está dicho —expresó. Se había colocado a su lado.
Viera volvió su mirada hacia ella, la bajó y, cabizbaja, dudó en responder. No dijo nada.
—Además, debes luchar hasta el final por tu pequeño y tu esposo. No puedes rendirte así nomás. Tú eres fuerte, y sé que saldrás de esta.
Viera, al recordarlo —distraída creyó olvidarlo—, lanzó un suspiro y dijo, al fin:
—Sí, lo sé, Fanny. Pero tengo un mal presentimiento… A veces la fiebre y el dolor del pecho no me dejan dormir.
Fanny la abrazó buscando consolarla. Le acarició la espalda suavemente. Luego, se apartó y se sentó en la base rectangular de concreto del ventanal, que también servía de asiento. Luego, al dejar de lado su celular, vio que la oscuridad acaparaba el ambiente. Entonces encendió las luces del cuarto y la de la cabecera de la camilla de Viera.
—No deberías preocuparte tanto, Viera. Deberías mantener la fe, todo saldrá bien. Sin ella nadie haría lo que hace diariamente —dijo Fanny acercándosele. Le acarició las manos, sobándolas tiernamente.
—Tú sabes que exagero. No te pongas así, Fanny.
—Ya ves, Viera, qué mala eres. No deberías preocuparnos mucho. No entiendo por qué lloras. Lo peor es que estás así desde antes que te internen. Mamá dijo que desde hace un mes, pero ella y tú no mencionaron ningún síntoma entonces. Tú empezaste a quejarte de los dolores recién la mañana del día que te internaron.
La hermana menor se quedó callada, con la mirada baja y melancólica, y decidió recostarse en la camilla. Se cubrió con la colcha y la sábana. Ahí, reclinada, vestía la indumentaria distintiva de las enfermas.
—Hoy en especial te mostraste muy triste, y eso me lastima —dijo Fanny.
—Tal vez me haya chocado que la profesora del costado se haya ido —respondió Viera. A su costado izquierdo, dividida por una cortina blanca corrediza, una camilla vacía aguardaba la llegada pronta de otro paciente.
—Sí, eso debe de ser. ¡Pobrecita! —dijo Fanny—. Yo también me pondría triste. Pero no seas tonta, debes ser más positiva.
Viera sonrió débilmente, con aquellos labios finos esbozando una belleza sufriente, y fijó la mirada en el vacío del ingreso, pues parecía llegar su sobrino y su madre. Vieron a un joven junto a ellos. Vestía una camisa blanca, con saco negro, un pantalón grisáceo, y unos zapatos prístinos. Tenía el rostro delgado, de piel clara, con una ansiosa seriedad que atizaba una curiosidad contradictoria. Tendría unos veintisiete años y, al cruzar la mirada con Viera, sus ojos aturdidos brillaron trémulamente y revelaron un extraño ardor.
—Tía, vino tu compañero de trabajo —dijo Ricardo con una amplia sonrisa.
Viera, con los ojos sorprendidos, alertados, sonrosada y confundida, junto con Fanny, muy amable, le vieron como era: bien parecido. La ‹‹tierna mamita››, por su parte, se apreció contenta.
—Hola, Vierita, amiga —saludó a la enferma—. ¿Cómo está, señora? —se dirigió a Fanny, quien le devolvió el saludo—. Pues, por fin, pude darme un salto del trabajo para visitarte.
—Lieb, por Dios…
—Espero sea una grata sorpresa, amiga.
—Oh, ¿cómo te enteraste? ¿Quién te lo contó?
—Bueno, la verdad, me lo dijo el jefe. Él no quería decir nada, pero insistimos mucho Aldjia, Guido y yo. Al final, tuvo que ceder —dijo Lieb y, tras arrojar un suspiro, se contuvo unos segundos—. Mañana vendrán Guido y Aldjia. Yo les dije que no podría venir con ellos, porque tengo que atender a Marianita. Tiene una cita con su pediatra particular. Es solo unos chequeos de rutina, pero no se pueden postergar.
—Oh, ¿Marianita?
—Mi pequeña…
—Ah… —dijo Viera débilmente.
—¿Ustedes laboran juntos? —preguntó Fanny.
—Sí, somos de la misma área —respondió Lieb.
—Lieb, no te hubieses molestado —dijo Viera, aturdida.
—Cómo crees, amiga —dijo Lieb con cierta consternación—. Te traje unos pastelillos. Acá están. Pueden disfrutarlos ahorita si quieren.
Lieb alcanzó una bolsa de papel a Fanny, quien la recibió con una sonrisa amablemente. Por su parte, Ricardo se acercó a su madre y le pidió unos cuantos. La ‹‹tierna mamita›› se sentó en la base de concreto, soltando un hálito de cansancio. Casi al instante, su nieto le entregó un par de pastelitos.
—Muchas gracias, joven —dijo la ‹‹tierna mamita››, casi repitiendo la frase de su hija mayor.
—Sí, Lieb —dijo Viera, con cierta consternación, como si no quisiera ser muy evidente en sus expresiones.
Por unos minutos, la hermana, su hijo y la madre disfrutaron de los bocaditos. Viera y Lieb se lanzaban a ratos vistazos, urticantes como unas ortigas, hasta que él preguntó finalmente:
—Ahora sí, Vierita, cuéntame qué pasó. ¿No es nada grave, cierto? —dijo con una expresión de inquietud—. Todos estamos preocupados por ti en el trabajo. Hasta el jefe quiere saber cómo vas.
Fanny miró confundida a Viera, quien hizo mohines faciales de incomodidad y, antes de responder, pareció dudar.
—Además, tu celular suena apagado y ya no contestas los mensajes —continuó Lieb.
—La verdad, todavía no sé qué mal me tiene así. Y sobre mi aislamiento, ahora prefiero total discreción.
Lieb bajó la mirada.
—Al parecer, unos virus han atacado sus pulmones —asintió su hermana—. Pero no se sabe qué enfermedad es.
—¡Qué extraño! Ya son casi dos semanas que está acá.
—Eso es lo terrible, amigo. Los dos primeros análisis que le practicaron no son determinantes, pero dijeron que sus pulmones sufren un extraño virus. Creen que podría ser algo grave. Pero de ahí nada más —dijo Fanny emotivamente.
El joven, que podría tener unos veintisiete o a lo mucho veintiocho años, sintió que se le nublaban los ojos. Agachó la cabeza y se apoyó en la baranda de la pateadera de la camilla con debilidad.
—Pero mi hermana exagera con sus síntomas, joven, no debe creer en su expresión. Recién mañana le harán la última prueba, que es la definitiva. Supongo que para pasado mañana, como nos dijeron, saldrán los resultados.
Lieb, con la mirada sombría, la observó. Parecía, de pronto, preocupado.
—Yo sé que no habrá problemas, Viera, y saldrás de este hospital tan servicial y alegre como siempre fuiste —dijo de pronto.
—También le digo lo mismo —dijo Fanny.
—Yo lo creo así, sinceramente —dijo Lieb.
—Sí, eso espero —expresó débilmente Viera.
Todos se quedaron callados de pronto. Se escuchó, a lo lejos, una sirena de una ambulancia trasladarse por las calles aledañas. La ciudad relumbraba entre la negrura y el cielo nublado como si pareciese que llovería pronto. Entonces Ricardito —como hasta entonces le llamaba Fanny— se paró bruscamente, pues se había sentado al lado de la ‹‹tierna mamita››, y dijo que iba al baño.
—Usted, joven, tiene su hijita, veo —dijo Fanny.
—Sí, apenas tiene cinco años.
—Oh, qué linda —dijo dichosa Fanny. Le gustaban los niños—. Ahora yo estoy cuidando de Hall, el pequeño de Viera, y me conmueve cómo extraña a su madre. Lamentablemente, aquí no pueden ingresar los menores de edad, y el pobrecito sufre mucho cuando no mira a su madre. Solo ayer lo encontré llorando. Fue la primera vez que lo hizo, al parecer.
—Claro. Viera me dijo que tenía unos siete años, ¿cierto?
Viera tiene la mirada y el rostro agachado.
—Cumple ocho el próximo mes, y la verdad desde que ella se internó aquí, él me cuenta cuando lo despierto, pues ahora me mudé a la casa de mi hermana, que siempre reza por su mamita —dijo enternecida.
Al terminar de escucharla, Viera bajó más la mirada e, inevitablemente, derramó una lágrima. Sufrió, increíblemente, una contradicción que le hirió como una llaga mortal en el lóbulo pulmonar superior. Lieb, al ver a Viera, se estremeció interiormente. Sintió un ardor incómodo en la garganta. Fanny, al percatarse del dolor fraterno, la consoló estrechándola y diciendo:
—Oh, Viera, Hall sabe muy bien que regresarás pronto... No quise preocuparte.
—No, no te preocupes, Fanny. Estoy muy sensible ahora. Eso es todo —dijo Viera.
Se limpió el rastro húmedo de su mejilla y sonrió con una congoja profunda. De pronto, los cinco se quedaron callados. Ricardo, luego de salir del servicio, había salido a darse un paseo. Lieb, por su parte, no supo de qué hablar; y el tiempo se tensó como una flecha hasta romperse.
—¿Y Marlon? —susurró con voz arenosa—. ¿Cuándo llegará tu esposo, amiga? —inquirió el joven.
Viera, como si pronto una fiebre le quisiese reventar la cabeza, dijo con dureza:
—Llegará mañana temprano.
Fanny entonces la acarició los cabellos. Y tras la ruptura del arco, el silencio fue orquestado por las voces de los pasillos y la ciudad brillando vida nocturna. De pronto, nadie parecía querer decir algo. Se lanzaron vistazos perdidos, como los ojillos juguetones de un roedor doméstico. Sin embargo, como una necesidad angustiante, impulsiva y lacerante, Lieb dijo:
—Debes regresar pronto al trabajo, Viera, nos haces mucha falta…
Viera, con las mejillas sonrosadas y ardientes, bajó la mirada desanimada. Creció otro silencio.
—Joven, debería sentarse. Siéntese, por favor —dijo Fanny cuando ella descansó las posaderas.
—No, no se preocupe. En la oficina paro todo el bendito día sentado. Es mejor estar de pie.
—Debe de ser. Los trabajos son muy pesados aquí en la capital.
Lieb asintió con un movimiento de cabeza. Luego, clavó la mirada en el rostro de Viera, mientras ella no le enseñaba el rostro, como si cavilara una duda. Entonces Fanny, al ver que la pareja de amigos se quedaba callada, contó sobre su oficio de maestra en una escuela estatal. Aunque era un trabajo agobiante, dijo, ella lo amaba. Habló por un promedio de quince minutos. Luego, al ver que ellos la escuchaban atentos y le seguían la conversación con gestos de interés, empezó a contar sobre cómo conoció al novio que la abandonó cuando ella se embarazó. Tuvieron un romance por un año efímero y, justo cuando ella descubrió su tercer mes de gestación, el progenitor tuvo que romper la relación, se alejó de ella y nunca se responsabilizó del fruto amoroso. Entonces le picaron los ojos a punto de derramar unas lágrimas, pero llegó Ricardito viendo su celular abstraído. Su madre se controló y calló. El muchacho les miró perdidamente y, por fin, se sentó sin dejar de mirar su celular. Al instante, lanzó una risita individual, y los cuatro, atentos, le miraron con intriga. Como cerciorándose de la situación, Ricardito afirmó:
—Ya son las ocho y cinco.
Fanny miró en su celular la hora, y a Lieb le bastó con observar el reloj de muñeca. La ‹‹tierna mamita›› se puso de pie y dijo con ansiedad:
—Será mejor salir ya, pues tardaremos más en llegar.
—El tráfico ahora debe estar terrible —asintió Fanny.
De pronto, los cuatro visitantes se alistaron para marcharse. Cuando Lieb sujetó la mano de Viera al despedirse, le vio los ojos vacíos, brillosos pero vacíos, hermosos pero perdidos.
Al quedarse sola y dejar de escucharles marcharse, Viera sufría una incertidumbre asfixiante, como si la enfermedad se ensañara con ella de pronto. Cogió el vaso con agua de la mesilla del costado, y la bebió delicadamente, con sufrimiento. Vio las paredes, la ventana, la noche, la terrible oscuridad, el golpe de la soledad, y se sintió enclaustrada, presa de una angustia tormentosa, que le hervía la sangre. Su porvenir era un único sendero cuyo final era un abismo, un salto al vacío. Al fondo, crecía como una lava un odio tormentoso, una pasión violenta. ‹‹¿Colegas? ¿Marianita? ¿Aldjia? ¿Guido? ¡Quiénes diablos eran! ¡Por Dios, qué cínico! ¡Cruel e inhumano! ¡Qué astuto había sido! ¡Qué miserable! ››, lloró desconsoladamente.
Derramó unas lágrimas amargas, calientes, tal vez de odio, tal vez de amor, recordando cuando él, luego de abofetearla, trató de calmarla en aquella habitación ignominiosa. Es que él parecía tan perfecto, tan bello, que no dudó de entregarse a ese amor libertario, cuya llave parecía la felicidad, prohibida pero necesaria, execrable pero sublime. Sin embargo, él no la perdonó que llorase y se descontrolase tanto cuando descubrió el mensaje de amor de otra chica, mucho más joven que ella. Juró olvidarlo, y desde entonces no se volvieron a ver. Y tan terrible, tormentoso y deprimente fue todo después, que su cuerpo no pudo defenderse de aquella enfermedad que aquella noche la postraba.
Lo increíble, sin embargo, fue como ella pudo guardar la compostura y cierta indiferencia al verlo aparecerse. Hasta pudiese decir que una lucidez defensiva y desconfiada, pero estragadora y doliente, la inspiró a soportar tremenda insolencia. Lo peor es que había elegido, arduamente, por la amabilidad y el silencio, cuando, en un pensamiento oscuro y palpitante, al escucharle preguntar por Marlon, se imaginó clavándole un cuchillo con todo el dolor de su corazón.
Francois Villanueva Paravicino Escritor peruano (Ayacucho, 1989). Egresado de la Maestría en Escritura Creativa por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos (UNMSM). Bachiller en Literatura por la UNMSM. Ganador del I Concurso de Cuento del Grupo Editorial Caja Negra con el relato “Cazar una fiera” (2019). Finalista del I Concurso Iberoamericano de Relatos BBVA-Casa de América “Los jóvenes cuentan” (2007). Textos suyos aparecen en la antología Recitales “Ese Puerto Existe”, muestra poética 2010-2011 (2013); también en páginas virtuales, diarios, plaquetas, revistas y/o. Ha publicado el libro de relatos Cuentos del Vraem (2017) y el poemario El cautivo de blanco (2018); además publicó en Amazon su primera novela Los bajos mundos (2018). Cementerio prohibido (2019) es su cuarta entrega.