miércoles, 8 de diciembre de 2021

«Los años tristes (novela no apta para suicidas)»: cuando la decadencia existencial conlleva a que se ame la existencia


Martínez, Charly. Los años tristes (novela no apta para suicidas). Lima: Ediciones Altazor, 2018. 133 pp.

 I

En este nuevo siglo he sido testigo de la gran eclosión de autores de mi generación (y de otras, pero con mis contemporáneos en edad me siento bastante cercano) que se encuentran construyendo una obra literaria muy productiva e interesante, digna de mi admiración y respeto. No es casual, desde hace muchos años (no vamos a crear parámetros temporales, no diremos desde 2001 o 2000, eso sería un poco obtuso) se han pergeñado obras literarias que  tratan diversos temas y asuntos, hubo un repunte de la llamada violencia política y el realismo sucio, aunque este segundo se consideró marginal con respecto a la primera clase de discurso que menciono; se ha intentado crear la novela total, mezclas de géneros, desde lo histórico a lo policial, de la ciencia ficción a lo fantástico, del terror a lo amoroso, entre otros. Dentro de estos espacios expresivos me ha parecido muy interesante el drama, ya sea social, familiar, romántico (este último no solo implica el estado de gracia, sino también el sufrimiento, el desamor, la tristeza, como en las novelas de esa genial autora francesa que yo pido reivindicar: Françoise Sagan, con un tono muy maduro, muy sentido, conmovedor). Es aquí donde me detengo para mencionar una categoría discursiva que siempre me ha interesado, no nada más en nuestras letras, también a nivel mundial: el realismo. Cuando hablamos de esta especie narrativa (centrémonos en Perú) se nos vienen a la mente diversos autores como Mario Vargas Llosa o Julio Ramón Ribeyro, desde aquí nos decantamos al realismo urbano, del cual hemos disfrutado y del que hemos bebido los autores y lectores desde la década del cincuenta del siglo pasado, pienso en varios, aunque en este momento hallo puntuales a Enrique Congrains Martín y Carlos Eduardo Zavaleta, por ejemplo. No es que los cuatro autores mencionados trabajen solamente el realismo, su producción es muy amplia y abarca diversas aristas, sin embargo, es prudente decir que tenemos una amplia tradición del realismo urbano, el cual se ha ramificado de muchas maneras, tenemos los textos de intriga, de aprendizaje, de violencia, de género negro, de desencanto, y, desde luego, la autoficción, corriente literaria que es mucho más y mejor que ciertos intentos de esbozar algunos trabajos poco llamativos que ensalzan el ego del autor, y que yo llamaría «autorretratos escritos», sí soy cruel, lo sé, porque a muchos autores (no digo escritores) se les ha ocurrido la idea de que contarnos sus logros, las peleas con sus parejas, viajes al extranjero, visitas al psiquiatra, problemas con sus padres o las dificultades de tener dinero y oportunidades (véase la contradicción) en un país como el nuestro pueden ser de interés para los lectores; y sí, en algunos casos, hay autores que han cosechado éxito comercial, gracias a un exorbitante apoyo editorial y mediático, con ese tipo de libros, los cuales se han vendido bien y rápido y se han olvidado con la misma velocidad. No, la autoficción no es eso. Hace varios años, en el Centro Cultural de España, en un taller con el gran escritor español Manuel Vilas, aprendí sobre la autoficción, ese era el tema del curso y me di cuenta de que, desde adolescente, yo escribía este subgénero del realismo y que sus posibilidades son la mar de llamativas, se trataba de escribir literatura vitalista, de hacer ficción desde uno mismo; las experiencias personales, traumas, alegrías, pesares, pueden ser disparadores adecuados para crear tramas absorbentes, por supuesto se podría omitir el nombre del autor como personaje, este ha de ser un alter ego, y las vivencias reales pueden fusionarse con las concebidas por la imaginación. De esta manera el receptor se pondrá a pensar qué es verdad y qué es parte de la ficción. La autoficción no es una autobiografía, es una representación de parte de nuestras vidas brindadas de un modo que se hace despejado a ratos y nuboso por momentos, en el cual se rompan los lugares comunes (como se ve en algunas obras de la actualidad) y se avizore algo potente, si es posible demoledor, como la novela «Los días tristes (novela no apta para suicidas)» del escritor Charly Martínez Toledo, nacido en 1984. Me llama mucho el subtítulo del cuaderno porque uno puede pensar a simple vista que es exagerado, no obstante, al leer el libro se comprende a la perfección el sentido de la frase. El título también es pertinente, no es uno que impresione, pero es correcto, nos adelanta de lo que va el libro y eso es importante porque nos prepara el terreno, sabemos ya que no estamos ante una obra ligera, que no posee el tono humorístico que aparece en otras novelas (y que se agradece, es difícil hacer humor), el cual es muy peruano. Es bastante laborioso procrear una novela donde el protagonista se desintegre, de la familia, de la sociedad, de sí mismo y que nos transmita ese dolor con tanta eficacia que nos invita a reflexionar acerca de la vida y de los sinsabores que están presentes a la orden del día. La soledad se muestra, aun cuando el protagonista se encuentra acompañado, incluso de la persona que ama, y lo que se nos narra remueve en cada página, en cada letra. Con esto quiero dejar en claro que «Los años tristes» es que más que una novela de autoficción, vitalista, realista, con aspectos diluidos que la convierten en una obra de misterio, un drama fuerte y, sobre todo, de amor. 

II

Charly Martínez puede no ser muy reconocido por la crítica o por el círculo de escritores que transitan en ferias de libros por todo el país, o que buscan joyas en librerías de nuevo o de viejo. Charly es uno de los pocos literatos «malditos» de mi generación, no aparece en entrevistas, presentaciones de libro, conferencias. Sin embargo, tengo noticias de que fue promotor de una gran variedad de eventos culturales. Al parecer, no le agrada figurar en los medios tecnológicos y presenciales de la actualidad. No hay problema con ello. Charly es un artífice literario muy querido en un entorno relativamente amplio de autores que a veces se reúnen para conversar de arte, cultura y otras tópicos que impliquen un notable matiz intelectual. Conversar con él es un placer, es un lector muy inteligente y se ha desempeñado en la crítica literaria con una solvencia envidiable, publicado no solo en Perú, sino en otros lares, como en España. A menudo se pueden ser sus opiniones acertadas sobre libros en sus redes sociales, eso sí, es muy severo, muy exigente y eso es bueno, porque sus comentarios invitan al diálogo sano y quienes tienen el privilegio de ser estudiados por él ya cuentan con recomendaciones para mejorar sus escritos. Todos estamos en constante aprendizaje. Sus mejores análisis aparecen en su libro «Bajo la lupa: Ocho ensayos literarios» (2020), una excelente muestra de cómo se debe hacer crítica en nuestro país, señalando lo bueno y lo malo (en este caso lo mejorable). Cual detective, o cual científico, Charly usa la lupa de su intelecto para deconstruir libros. Siempre ha manifestado su interés además por la lectura de los clásicos y de las obras fundacionales de las letras de todos los tiempos. Por supuesto, a la par se ha desempeñado con brillantez, hasta diría con elegancia en la narrativa, primero en el relato corto (ha quedado mención honrosa en un concurso importante) y sus libros han generado comentarios positivos, en especial de los lectores de a pie y de sus coetáneos. Por lo mismo que mencioné líneas atrás, es un escritor con una prosa elegante, fluida y, para retornar a Françoise Sagan, es un autor que retrata bien las emociones. Los sentimientos de sus personajes saltan de las páginas. No digo que sea menor en la atmósfera y el desarrollo, en estos también es eficaz, lo cual lo convierte en un autor completo, pues no solo se ha desempeñado en el cuento realista, sino también en el fantástico y en el metafísico. Aunque yo he notado mayor perfección en sus cuentos sobre la realidad citadina, como en «Las púas y otros cuentos» (2009) libro que, a pesar de ser muy delgado, conecta y nos presenta el gran potencial de lo que vendrá años después. Es con los textos de su libro «El infierno está lleno de memoria» (2014) donde se puede apreciar un crecimiento técnico y artístico, aquí ya se muestra el ambiente limeño con historias de amor y desamor que se mueven en sus propios universos y refulgen por sí mismas. Son una antesala a su primera novela, pero no son ejercicios, son triunfos, y lo más importante es que anunciaban episodios de la vida del autor, claro, mezclados con el quehacer imaginario, lo cual también desarrollará en «Los años tristes», libro del que ya hemos hablado líneas atrás y al que volveremos ahora.

 III

Hay muchas cosas por decir de esta novela (no tan corta), tiene muchos elementos que la hacen una historia compleja, narrada de un modo confortable para el lector, en el aspecto formal, pero devastador en el contenido. No obstante, no se preocupen, es cierto que las constantes tristezas del personaje central (quien se llama igual que el autor) tocan los planos sensibles y las fibras psicológicas de los receptores, mas nadie va a correr a llorar (o tal vez sí, yo derramé una lágrima), lo que es seguro es que nadie va a suicidarse. Pero esto es solo uno de los temas que se tocan en este apreciable volumen. Yo me pregunto por qué no tuvo un recibimiento más elogioso por parte de críticos y el medio cultural; eso sí, cuando se publicó en 2018, hubo un boca a boca nada despreciable, pero muchos nos preguntábamos cómo adquirir la obra, cómo buscarla. Se han publicado excelentes novelas nacionales en los últimos años, y de autores maduros (en lo estilístico) de mi generación y de la anterior. Tenemos, por poner tres ejemplos, «El viaje de las nubes» de Jorge Monteza, «El hombre que hablaba del cielo» de Irma del Águila o «Nosocomium» de Christ Gutiérrez-Rodríguez. Una obra de crimen y violencia política, otra histórica y de aventura, otra de hiperrealismo y romance. La novela peruana pasa por un buen momento, no hay cantidad, mas sí calidad. «Los años tristes» está dentro de este grupo de grandes novelas concebidas en los últimos diez años. Viene a colación destacar que la labor creadora no se detiene, aun con la actual coyuntura que ha hecho difícil distintos esfuerzos editoriales. La novela de Charly Martínez navega entre el amor, el caos (aunado a la locura) y la sensación de muerte. Es interesante que existan secciones donde se usen recursos como el ensayo literario y la poesía con el fin de complementar la construcción mental del personaje, quien se muestra desnudo todo el tiempo, pues narra sus miserias, afectos y deseos. Se nos habla, por ejemplo, del cruento tema del incesto, aunque se halla narrado de una manera afinada para remecer al lector, no para alejarlo. Para que el receptor vea qué nuevas sorpresas nos puede traer este personaje que se halla melancólico todo el tiempo; en este caso opino que la imagen de portada, en la que se muestra a un joven que llora, es apropiada. Sin embargo, no por eso el personaje es un quejoso, es un individuo sensitivo al cual le afectan los conflictos suscitados alrededor de él. Los enfrenta con fortaleza, no se muestra débil, todo el tiempo está luchando consigo mismo. El tema de la enfermedad mental está expreso y eso es un punto fuerte, porque se nota que el autor se ha documentado al respecto o razona muy bien desde tal coordenada. O sería parte del mundo interior del escritor, no podemos saberlo. Es una novela que aterra por su realismo. Y asusta por lo desconocido, por lo que nos tiene deparado la vida, de que hay fuerzas y situaciones que no podemos controlar. No elegimos quién será nuestra madre, no logramos hacer dinero con facilidad, no conseguimos que el ser amado nos quiera como nosotros a este. El romance entre Letea (el sujeto de afecto, de deseo) y el protagonista es el centro de esta historia, cuenta la diferencia de edad entre ambos (ella es mayor), esto causa que no encajen de manera armoniosa en una sociedad que se desluce por sus prejuicios. La novela tiene tres partes marcadas, la presentación del personaje central, la relación con la mujer amada y el pre desenlace, un punto de desesperación máximo que sorprende. Y, cosa interesante, el desenlace total que brinda un giro muy llamativo en los acontecimientos: la vida misma del protagonista es un acontecimiento. Por eso dije que la presente obra rebasa la autoficción y nos brinda una refracción del constructo humano. En todo ello esta Lima, la ciudad, cual monstruo al acecho, dispuesto a devorar a quien ose transitar sus calles o al que tan solo se arrebuje entre sus sábanas para descansar. La vida corre, el tiempo corre, y los líos se arremolinan como hojas sobre el parque de la existencia. Y, por eso, podemos decir que estamos ante una obra existencialista, con cierto tono filosófico sugerido, que no cae en lo explícito y por ello no es altanero, sino todo lo contrario. Las páginas vuelan con un disfrute especial, ya que hay artificios. Un libro envolvente, relatado con una maestría que se ve raras veces en nuestra (ya de por sí fabulosa) narrativa. Solamente cuidado con el subtítulo, nadie terminará muerto, pero sí lastimado y, por ende, con muchas ganas de vivir.

 Carlos Enrique Saldívar

jueves, 10 de junio de 2021

Un almuerzo en la hierba junto a Josué Barrón en el silencio solar

Josué Barrón, en el silencio del atardecer, contempla la soledad; continente del vacío. Contempla parado desde una esquina de la página en blanco, que es la casa del poeta, así también la caja, el cajón, el ataúd, su muerte.  

Desde el vértice dispone símbolos, presenta un universo donde la voz es delicada para no alterar lo que surge de la vacuidad de lo observado; sin que ello suponga fragilidad, pues se cuestiona y ambiciona el poder de aprehender la belleza, como tantos poetas en la historia. Esto se puede apreciar en el poema “Arte poética”, de la primera sección del libro: “Poemas orientales sobre el hogar y la contemplación de las hojas secas”, donde dice:

 

¿Es inevitable que busque la profundidad

en la cotidianidad?

¿Sabe lo blanco conservar lo negro?

 

Abandono el exceso,

el esfuerzo

y la ambición de concebir la belleza.

 

Conocedor de la tradición en la que se recae la propuesta de “El silencio solar”, la voz que Barrón Alor presenta, desde un inicio de este proyecto, una clara referencia o intención hacia la sensibilidad, simbología y composición a la cultura oriental con golpes de ternura (Matías, la abuela) y matices de dolor y oscuridad, que no llegan a opacar la luz de los poemas en general; de esta forma, nos traslada a su universo, a su casa. Así, el lector no solo observa, sino que acompaña a la voz, que permanece solitaria, pero a nuestro lado.

La influencia oriental se hace más compacta mientras se avanza en la lectura: aparecen el tigre (con referencia también al cuento de Jorge Luis Borges y al poema de Willima Blake), el itamae (cocinero oriental), las hojas secas, el crisantemo, el té, entre otros; así como otras evocaciones a la naturaleza en forma de mariposas, el mar, las gaviotas, los peces; es decir una composición que evoca musicalmente al chill wave o pictóricamente a una galería de pequeños cuadros (por la brevedad de la mayoría de poemas), o más bien grabados orientales, preciosos, con escenas y elementos muy bien meditados, como se lee en la segunda parte del poema “El tigre”:

 

Es un tigre

trazado por el pincel

de un artista chino.

 

En “Cita”, el poema final de “Poemas orientales…”, la meditación y la trascendencia de la filosofía china, que fueron recurso para su trazo poético, es confrontado, en alguna medida, con la identidad de la voz con cierta resignación a su propia esencia:

 

La gente pasa

y no te reconozco en sus rostros,

pero sé que tu sonrisa subsiste en cada uno de ellos.

Debe ser que por eso se alejan.

Y debe ser

que siempre termino contemplando

cómo crece la hierba.

 

A continuación, “Poemas occidentales sobre La Guerra Fría”, es un poco el balance al velo de hilos de seda fina con los que se traslucen los doce poemas del primer grupo, pues hallamos una voz con mayores matices, fluidez, intención y acción; como se podría imaginar a partir de la mención a lo occidental en el título en contraste a lo oriental.

Son siete poemas en los que aprecio que Barrón Alor continúa jalando el hilo de la soledad, ya no con una visión o sensibilidad aséptica ante el entorno o el espacio poético, sino desarrollando con mayor riqueza la ternura de la inestabilidad humana frente a la razón y la belleza, que encuentro en el poema “El boxeador”, que finaliza diciendo, con palabras de Muhammad Ali (a quien, por casualidad, también tomo para un poema de mi libro “queridolucía”) y de Edmond Rostand:

 

Cae

como la hoja en el otoño,

como la lluvia en su ventana

como los árboles en la selva

como las lágrimas que derrumban la noche

como la foto de mi madre que esconde en su puño.

Cuando tienes la razón,

nadie lo recuerda;

cuando estás equivocado, nadie lo olvida.

¡Oh Sombra, tú, sin la cual todas las cosas

no serían sino lo que son!.

 

Y otros textos como “El parque”, que en uno de sus versos declara:

 

Escribo en mi cuaderno

que los poemas, con el tiempo,

son los seres que nos dejaron.

 

O, en “El médico” donde se lee:

 

Pepe coloca su estetoscopio en mi corazón

y escucha mis pocas ganas de vivir.

Siento como sus dedos trazan

la soledad en mi pecho.

 

Entonces, encontramos que la perspectiva desde la que nos parecen hablar estos poemas es más compleja, y con referentes más cotidianos, tanto para los títulos (“Los amantes”, “El parque”), como para la selección de referencias e imágenes en la composición de los poemas.

Así, vemos que, en este apartado, se enuncia -además del antes mencionado púgil-, a la actriz y leyenda mexicana, María Félix, en el poema “Masa”, que de cierta forma toma algo de los muchos poemas en los que el poeta habla con los muertos, como puede ser “Un sueño” del francés premio nobel, Sully Prudhomme, cuando Barrón Alor dice:


Tampoco quiero que me repitas los versos:

«¡No nos dejes! ¡Valor! ¡Vuelve a la vida!»,

ni pidas a la Virgen del Carmen

por mi salud resquebrajada

o mi paz eterna

porque ya pedí por ustedes.

No la agobien.

Prefiero que me digas, al oído,

que el camino es largo,

pero todo estará bien.

Me basta con que sepan que fui feliz

—durante setenta y dos años—

a lado de tu abuelo

y cuarenta con ustedes. 


El libro concluye con un poema corto llamado “Un cuadro de Edward Hopper”, la mención al pintor norteamericano, conocido por sus relatos de la soledad en la modernidad, resulta precisa e inteligente, pues remarca la gran influencia de la pintura en su proyecto, para trasladar al texto el aura y la atmosfera del silencio de los espacios urbanos o rurales, reales; a veces metafísicos, o de lejanía de los mismos. Esa característica hilvana las dos secciones en las que el autor ha dividido “El silencio solar”, cuya propuesta denotan un trabajo profundo, comprometido y estudiado, que no ha pasado desapercibida y fue destacada como primer puesto en poesía del Premio Centenario PUCP, en el 2017.

 

 

Rafael García-Godos Salazar (Lima, 1979). Es autor de No importa borrar (1999), VIRUSPOP/RAGGS (2004), Eto (2005) y Queridolucía (2007). En 2005, por su experimentación con el diseño y la plástica, obtuvo el premio Poema-Objeto Oquendo de Amat, de la Municipalidad Metropolitana de Lima. Fue reconocido dos años consecutivos (2006 y 2007) con el premio Dorian Arts a la poesía de diversidad sexual. Ha escrito guiones y dirigido El sendero de Pedro, premiado como el mejor cortometraje en el concurso convocado por la agencia creativa de publicidad mundial DDB (Panamá, 2000). Ha sido incluidos en las antologías Poesía Perú S. XXI 60 poetas peruanos contemporáneos (Perú, 2007), 4m3r1c4 novísima poesía latinoamericana (Chile, 2010), Versos di-versos (Venezuela, 2012), entre otras. Sus textos aparecen en revistas y publicaciones impresas y digitales de Perú, México, Chile, Argentina y Ecuador. 

 

 

sábado, 5 de junio de 2021

Catherine Flores Vega sobre El silencio solar


La mano de Josué siempre ha tenido esa magia que permite volar a espacios que sólo se habitan en la mente, y El silencio solar no es la excepción. Cada poema me lleva a caminar por calles que no conozco, tocar paredes que no he visto, coleccionar fotografías en cajas negras que no he guardado, pero que sé que existen en otros lugares del mundo y el universo.

Y como si nada más sucediera a mi alrededor, me detengo y me percato de que existían memorias, recuerdos y un hábitat completo de emociones… que renacieron, volvieron a ver la luz.

Pareciera que estos poemas contienen un enigmático mensaje, que se cuela por los sentidos, despertando a la soledad, esa amiga que tan olvidada tenemos, a la cual pretendemos esconder como si de algún enemigo se tratara.

Bien lo menciona Barrón “No se olvida lo que se ama, solo se aprende a amar la ausencia” y es esa ausencia la que llama al oído, una vez que se concluyen las páginas. Porque siempre se está, solo que a veces dormido. Y esta lectura ha sido un despertar, hacia aquello que se guardaba en el pecho.

Más allá de todo, me quedo con una pregunta… “¿es inevitable que busque la profundidad en la cotidianidad?”.  Sí, lo es… 


Catherine Flores Vega

(Cathy Flor)

 Mg. en Ciencias de la Comunicación, profesora de educación universitaria de la ciudad de Arica, extremo norte de Chile. Diplomada en Diseño Tipográfico, Terapeuta Holística Integral. Suele dejar las cosas inconclusas, teme a la soledad, pero se declara solitaria. De escasos amigos. Es feliz y agradecida.


martes, 1 de junio de 2021

Patricia Bennett sobre El silencio solar

Josué Barrón es un joven poeta, académico y bloguero peruano que nos ha visitado en años pasados. Estamos frente a su brillante poemario El silencio solar que transita entre los poemas occidentales de la prosa testimonial y los poemas orientales que entibian la tarde.

Un melancólico vacío existencial tiñe las cosas y los versos, pero Matías es el conjuro, el mago, dador de sentido a ‘la extrema vacuidad’.

Al igual que algunos peces, Barrón se resiste a dejar el abismo, para sumirse en una bajada a lo esencial donde “no encuentro ni ventarrones ni aguaceros /  pero sí una fuente, y en lo alto,/ un atardecer y a mi hijo”

El abismo aparece como un motivo recurrente, a veces en los ojos de un Borgeano tigre de papel que el niño pueda escuchar rugir bajo el último sol de sombra de su corazón. El oxímoron ‘sol de sombra’ juega con la dualidad de auge y caída que parecen estructurar el tono básico del libro.

El tiempo, que se presenta como un acechador, contribuye a esta visión. Todo aparece marcado por su propio tiempo solemne. La vida, entonces, se traduce en verbos en presente, paisaje detenido en una hora contemplativa:

“El árbol se guarece / el aroma del té reposa/  la orquídea germina y destila aroma/ la abuela teje”.

En este contexto, el hijo es evidencia que anula el sentimiento de despojo: una tarde de juegos permite observar poéticamente la vida y desde allí construir una poesía que busca respuestas. Aún así, “la eternidad es una palabra esquiva para los hombres”.

Todo es metaforizado, el castillo frágil en la arena, el tiempo que se escurre, la naturaleza que completa su círculo y no envejece. ¿Su castillo resistirá el viento de la noche?

Poesía contemplativa, de acuarela, tonos y ritmos, como el Haikú. El espesor de los sentimientos se comunica al extremo de hacer sentir el dramático juego del despojo.

La poesía de Barrón es una poesía de síntesis y de logro extremo en significación, de contrastes en que padre e hijo juegan a estar juntos pero conociendo el final del juego. Esa circunstancia transforma el tiempo y concede al poemario un tono de reflexión existencial ante el vacío.

 Leer este potente libro nos permite respirar el lado tenue de las palabras profundas.

 

Patricia Bennett Ramírez, chilena, antofagastina, Pedagoga en Castellano por la Universidad del Norte y Doctora © en Evaluación, Mejora y Calidad en la Educación Superior,  por la  Universidad de Cádiz.

Académica de la UCN durante quince años, Vicerrectora fundadora de la Universidad José Santos Ossa y Rectora fundadora del Colegio San Patricio.

Actualmente dicta clases de Historia del Teatro en la Carrera de Artes escénicas de la Universidad de Antofagasta y es miembro del Consejo Consultivo de la Cultura, las Artes y el Patrimonio.  Desde 2009 es miembro de la Corporación Cultural Linterna de Papel Andrés Sabella.  

En mayo de 2017, la Academia Chilena de la lengua oficializó su ingreso como Miembro Correspondiente por Antofagasta, incorporación que se realizó el 29 de junio de 2018.